Alas verdes


Hace poco más de cuarenta años empecé a vivir, cuando vi la luz por primera vez pensaba que mis ausentes ojos arderían, pero no fue así. Ésa cálida luz pronto se convertiría en una gran amiga, me acompañaba durante doce horas diarias y otras doce, supongo yo, iría a jugar con alguna otra niña.

Nunca conocí a mis padres, no crecí con ellos, tan sólo conocí a numerosos hermanos, crecían junto a mí y silenciosamente, comían en los días más oscuros. Aun así, nunca jugué con ninguno de ellos. Con el paso de los años nuestra relación fue variando, aun separados por pocos metros nos dábamos la mano mi contiguo hermano a la izquierda y yo por debajo de aquel mantel marrón que aún sobrevuela mis piernas.

Entre todos nosotros también se encontraban algunos ancianos, ellos destacaban por su robusto y diferente cuerpo, por sus largos y ásperos brazos y por último el detalle al que todos los hermanos admirábamos; Sus grandes y exitosas colecciones de alas verdes.

Recuerdo un año, que mi amiga me dejó y durante esas horas de ausencia de entre nosotros aparecieron unos duendes con finos brazos, de pequeña estatura, de lenguaje ruidoso y de gran poder material. Con el paso de los años me acostumbré a verlos aparecer anualmente para arrebatar la vieja piel de los ancianos.

Una noche más indiferente de las demás observé como llegaban aquellos extraños duendecillos, sin miedo ni temor alguno dormí plácidamente. Al despertar contemplé una masacre aterradora, los aparentes inofensivos duendes habían matado a la mayoría de mis hermanos, les habían cortado las piernas dejando así que cayesen a la deriva, el crujido de su muerte sonaba como masticar rollitos de primavera. Un anciano intentó advertidme, me pidió que corriese, que huyera pero no pude escapar con mis inmovibles piernas. Entonces decidí volar, volar con las pocas alas que poseía. Los duendes pasaban de largo de los ancianos, buscaban a las crías. Mientras se aproximaban intenté alzar el vuelo una y otra vez, pero no obtuve victoria. La espada del trasgo degolló mi cintura haciéndome caer hacia el olvido y escuchar sus últimas palabras: ``¡Árbol va!´´

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Cuando dos sentimientos chocan y se pisan se produce una colisión.